Un trayecto común en taxi, una conversación absurda, y un consejo tan honesto que todavía no sé si reír o llorar. Prepárate para una historia de las que enganchan mente.
Lecciones de un taxista muy sabio
Porque a veces, el universo te da una bofetada…
En forma de conductor con camiseta de fútbol del 96 y olor a sobaco con nostalgia.
Salí de casa con cara de lunes y alma de jueves por la tarde.
Pedí un taxi porque me dio pereza caminar tres cuadras.
(No me juzgues. Era cuesta arriba y yo no soy Sherpa).
El coche llega. Abro la puerta. Y…
Zas.
Un golpe invisible, pero contundente, me asalta la nariz.
Una mezcla entre sudor seco, empanada recalentada y nostalgia húmeda.
Eso era el aire. Y lo peor… el taxista estaba feliz ahí adentro. Como si estuviera en un spa de cebolla.
Pero no me bajé.
Porque si algo tengo es compromiso con las malas decisiones.
— ¿Pa’ dónde va, jefe? —me dice, con tono de que ha visto cosas.
— Lejos de este olor, pero al centro, por ahora. —le respondí.
Ahí empezó todo.
El consejo que no pedí… pero necesitaba
Conversación trivial.
Clima, tráfico, que si el país, que si los políticos.
Y entonces, como quien lanza un anzuelo en una pecera, el tipo me dice:
— “¿Sabe qué aprendí yo este año?”
Pausa dramática. Mira al retrovisor. Me escanea el alma.
Y suelta:
— “Que la mayoría de la gente vive como si tuviera una segunda vida guardada… y esa también la va a desperdiciar.”
Silencio.
Yo pensé:
“¿Me está evangelizando o me quiere vender Herbalife?”
Pero no. Nada de eso. El hombre seguía manejando como si no acabara de soltarme un ladrillazo emocional.
Y siguió hablando.
Y yo, contra todo pronóstico… le seguí escuchando.
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El reloj sin batería
Me contó que tenía un reloj caro, de esos que solo ves en revistas o en políticos.
Lo compró para “ocasiones especiales”.
Y como no llegaron… el reloj murió sin haber vivido.
“Así estamos todos”, me dijo. “Guardando las ganas para cuando tengamos tiempo. Y el tiempo, riéndose desde un rincón.”
Lo peor es que le creí.
Y lo peor de lo peor: yo también tengo un reloj guardado.
Y también está sin batería.
Boom.
El ambientador traicionero
Ya me tenía medio hipnotizado, y ahí fue cuando me dijo:
— “¿Huele eso?”
— ¿A tristeza acumulada?
— No, jefe… eso es el ambientador ese que le pone mi señora. Pero ni eso le gana al sudor del carro. Por eso me compré un generador de ozono. Mano de santo.
Y ahí, entre risas, me soltó que lo ponía en casa también.
Porque, según él, si vas a morir de ansiedad existencial, mínimo que huela a limpio.
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La mente, atrapada sin salida
Para entonces, mi cabeza parecía feria de pueblo:
Luces, vueltas, cosas que no cuadraban pero igual daban vueltas.
¿Por qué un taxista me estaba dando más claridad que mi terapeuta?
¿Por qué lo escuchaba como si fuera Morgan Freeman narrando mi vida?
Y entonces me di cuenta.
Me enganchó la mente.
No por sabio. Sino por real.
Por simple. Por humano.
Y porque, maldita sea, tenía razón.
Revelación final… que no es final
Bajé del taxi sin saber si abrazarlo o denunciarlo por alterar mis emociones sin permiso.
Pero con algo claro:
No iba a guardar más mis ganas.
Ni mi reloj.
Ni mi ambientador trucho.
Y sí, compré el generador de ozono.
Porque si voy a ordenar mi vida… prefiero que huela a eucalipto.
Por si tú también quieres dejar de respirar decisiones podridas…
Este es el generador de ozono para el hogar que me recomendó el taxista.
El mismo que usa para sobrevivir al apocalipsis nasal de su coche.
Si a él le funciona… imagina lo que hará en tu baño después de un domingo de lentejas.
¿Te ha pasado algo así?
¿Un consejo absurdo que te cambió la vida?
Cuéntamelo en los comentarios…
O mejor aún:
Comparte este post con ese amigo que vive como si tuviera otra vida guardada.
Porque a veces, el mejor consejo…
Viene del que menos esperas.
Y sí, a veces también huele raro.