El pollo en oferta que casi me mata

Tony fue a por un pollo barato y acabó con una historia que incluyó sudor, lágrimas, un vecino entrometido y un banco de pesas que casi le rompe el alma.

El día que un pollo barato me cambió la vida

Todo empezó con un pollo en oferta. No un pollo cualquiera, no… este venía anunciado como “jugoso, tierno y a mitad de precio”. Una combinación tan peligrosa como mezclar tequila con decisiones impulsivas.

El plan era simple: pollo barato, sofá y Netflix

Ese sábado, mi objetivo vital se resumía en tres palabras: comer, dormir, repetir. Pero claro, la vida siempre tiene ese toque sádico: cuando crees que vas a tener paz, te pone un reto que huele a carne asada.

Así que ahí estaba yo, en el pasillo del súper, observando la montaña de pollos en oferta como si fueran lingotes de oro. La señora de al lado los manoseaba como quien busca pepitas. Y yo… yo me dejé llevar.

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Primera señal de que iba a acabar mal

Llego a casa, saco el pollo del envase, y noto que… cómo decirlo… olía como si hubiera vivido demasiadas aventuras antes de llegar a mí. Pero claro, uno piensa: “Será el marinado”. Spoiler: no era el marinado.

Metí el pollo en el horno, puse música, y me senté a esperar. Entonces, toc toc: mi vecino Paco. Ese hombre es como Google: siempre sabe más de lo que quiero.

—¿Qué haces? —me pregunta, olfateando como sabueso.
—Pollito al horno —respondo, inflando el pecho.
—¿Pollito? Eso huele a gimnasio.
—¿Gimnasio?
—Sí, porque cuando termines, vas a necesitar entrenar para sudar eso que te vas a comer.

Giro inesperado: de la cocina al deporte extremo

Dos horas después, Paco tenía razón. No sé si era la salmonela o el karma, pero sentí que mi cuerpo pedía… redención. Así que, en un arrebato de supervivencia (y quizás un poco de fiebre), decidí “ponerme en forma”.

Y ahí entra en escena el banco de pesas ajustable que Paco tenía arrumbado en su trastero. Me lo prestó “para sudar las toxinas”. Traducción: quería que le hiciera sitio en su trastero.

El entrenamiento más absurdo de mi vida

Imagínate: yo, en chándal de 2005, intentando levantar pesas mientras el horno seguía encendido, y con el pollo mirándome desde la bandeja como diciendo: “Esto no va a acabar bien”.

Pero, sorprendentemente, me piqué. Cada levantada era una venganza contra ese pollo traicionero. Y aunque terminé sudando como si me hubiera comido tres, descubrí algo: entrenar era adictivo… casi tanto como las ofertas malas.

Desde ese día, el banco de pesas ajustable no volvió al trastero. Ahora es mi altar personal. Y sí, sigo comiendo pollo, pero de los buenos.


 

Moraleja: cuidado con lo que compras en oferta… porque igual acabas con un nuevo hobby, unos bíceps respetables y una historia para contar en la barra del bar.

¿Tú también tienes una historia absurda que empezó con una oferta? Cuéntamela, que igual la entrenamos juntos.


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