Me olvidé la cartera… y todo se descontroló

Lo que empezó como una mañana cualquiera acabó con mi cara roja, el cajero con miedo y una cámara para pájaros. No, no estoy loco. ¿O sí? Sigue leyendo antes de juzgarme.

Cuando olvidé la cartera…

El día que descubrí que mis pantalones tenían bolsillos… vacíos

Todo empezó con una mentira.

Voy al súper rapidito, no tardo nada —dije, con la seguridad de quien cree tener el control.

Spoiler: no tenía ni el control, ni la cartera, ni dignidad al volver.

Y es que, al que madruga Dios le ayuda… pero a mí ese día no me madrugó ni el Wi-Fi.

Ya en el supermercado, con la cesta rebosando cosas que no planeaba comprar (pero que en teoría estaban en oferta, gracias a un supuesto “2×1” que nadie entiende), me sentía poderoso. Invencible. Rico en yogures griegos y detergente de lavanda.

Hasta que llegué a la caja.

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—¿Tarjeta o efectivo? —preguntó la cajera con la inocencia de quien no sospecha lo que está a punto de pasar.

Y ahí… zas.

Ese microsegundo donde tocas el bolsillo y solo hay aire. No calor humano. No cartera. Nada.

Una brisa triste.

Y una sensación que solo se compara con darte cuenta que el baño no tiene papel… ya tarde.

—Un momento, debe estar en otro bolsillo… —mentí. Otra vez.

Y entonces hice la búsqueda. Esa coreografía absurda donde palpas todos tus bolsillos, incluso los del pantalón que no llevas puesto, como si mágicamente la cartera fuera a teletransportarse ahí por error del sistema.

Nada.

Silencio.

Sudor.

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Y lo peor es que la cola detrás de mí crecía como si regalaran boletos para Bad Bunny. Una señora me miraba como si fuera un ladrón profesional. Un niño me juzgaba con la severidad de un contable del China Daily. Un anciano murmuró: “Esto con Franco no pasaba”.

La cajera sonreía incómoda, como quien ve a un perro intentando hablar.

Intenté reír. Soltar un chiste. Algo como:

—¡Jajaja! Bueno, creo que esto lo paga el karma por comerme la última croqueta del tupper ayer…

No funcionó. Silencio absoluto. Nivel: funeral en Marte.

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Y ahí, justo cuando pensaba fingir un desmayo o invocar una dimensión paralela… apareció ella.

Mi vecina.

Justo la que siempre me mira raro porque una vez, sin querer, le tiré pasta de dientes a su gato desde la ventana.

—¿Otra vez tú? —me dijo.

Otra vez. Sí. Porque esta no era la primera vez.

Pausa dramática: Esto ya me había pasado. Más de una vez. En más de un lugar. Incluso en una boda, pero eso es otra historia.

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Logré que me guardaran las cosas mientras iba corriendo (léase: caminando como alma en pena) hasta mi casa.

En el camino reflexioné muchas cosas.

Como por qué sigo usando pantalones sin revisar antes si tengo lo básico.

Como por qué confío en mi memoria cuando no recuerdo dónde dejé el control remoto (spoiler: estaba en el congelador).

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Esa tarde, mientras me comía un yogurt con sabor a derrota, algo cambió.

Decidí invertir en algo que al menos me recordara las pequeñas cosas. No, no un asistente personal. Tampoco una agenda. Sino…

Una cámara alimentadora de pájaros.

¿Por qué?

Porque si no puedo evitar mis olvidos, al menos puedo ver cómo otros seres vivos (con cerebros del tamaño de una nuez) viven su vida sin tanto drama.

Y, además, me da paz verlos. Me río. Les pongo nombres. Uno se llama “Elvis Picapicos”.

Y curiosamente… cada vez que los veo, recuerdo las llaves. La cartera. Y hasta cierro el gas.

Conclusión con ironía y sabiduría innecesaria

Olvidar la cartera no es el fin del mundo.

Es solo un recordatorio de que somos humanos. Despistados. Ridículos. Y sí, algo adorables.

Pero también es una puerta abierta a historias que, aunque no querías vivirlas… ahora no puedes dejar de contar.

Como esta.

Ah, y si tú también eres del club de los olvidadizos sin remedio, quizá una camarita para espiar pájaros no suena tan mal.

No cambia tu vida… pero te cambia el humor.

Y a veces, con eso basta.

¿Te pasa continuamente esto de olvidar cosas?

Mírate esta cámara alimentadora de pájaros, que además de ser adorable, es como un reality show natural sin guion. Una excusa perfecta para regalarte un rato de desconexión… y reírte de cómo una simple ave puede tener más orden que tú.

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