Mi guerra contra el algoritmo

Descubre cómo casi pierdo la cabeza enfrentando al algoritmo de anuncios

El algoritmo me odia

Te voy a contar algo que no le diría ni a mi terapeuta.

Todo empezó con un anuncio de calzoncillos.

Sí, sí… no te rías todavía.

Lo peor no fue el anuncio. Fue el seguimiento obsesivo con el que el algoritmo decidió acompañarme durante tres semanas. A donde fuera: Instagram, YouTube, hasta en la app del tiempo… ¡ahí estaban los calzoncillos mágicos de bambú ecológico y transpirables!

Yo solo los había mirado una vez. Una vez. En un momento de debilidad, después de una cena pesada y un vino barato, me salió el banner, le di clic y… se desató la guerra.

Una guerra absurda, digital, invisible. Pero guerra, al fin y al cabo.

El algoritmo: ese ex que no acepta un “no”

Me convertí en prisionero de mi propio teléfono. Cada vez que lo abría, zassss, ahí estaba él. El anuncio. Cambiando de colores, formato, incluso idioma… como si intentara seducirme de nuevo.

Y no solo con ropa interior.

De repente, empecé a recibir sugerencias de suplementos para la próstata (¡tengo 33!), cursos de criptomonedas para principiantes, y hasta una suscripción a un club de lectura de autoayuda llamado “Empodérate sin esfuerzo”.

O sea, ¿cómo he llegado aquí?

La realidad es que mi vida se volvió uno de esos relatos cortos con humor e ironía que nadie creería. Y sí, a veces parece que la tecnología te observa, pero en mi caso… era literal.

Sospechas, paranoia y un vecino metomentodo

La paranoia empezó con cosas pequeñas. Comentaba algo con un amigo por WhatsApp, y pum: anuncio al canto.

“¿Será que me escuchan?”

Lo pensé… y lo dije en voz alta. Y mi móvil vibró. Como si dijera: “Claro que te escuchamos, pringao.”

Hasta que un día vi algo que me heló la sangre.

Salía de casa y noté que mi vecino del segundo piso —el jubilado con mirada de halcón y bata de cuadros— me saludó con una frase muy específica:

—Así que ahora te interesan los calzoncillos de bambú, ¿eh?

Me quedé blanco.

Él no tiene redes sociales. Ni WhatsApp. Usa un Nokia de esos con linterna. Pero, eso sí, tiene una ventana que da justo a mi salón. Y una costumbre muy suya de espiar con disimulo. Como si fuera su deporte olímpico.

Entonces lo supe.

El algoritmo no trabajaba solo.

Bienvenidos a mi espiral de locura

Ese día empecé a cubrir la cámara del portátil con cinta adhesiva. Instalé una VPN. Me leí tres blogs paranoicos sobre cómo dejar de “alimentar a la bestia digital”. Y desactivé todas las cookies. Todas.

Resultado: No podía ver ni un vídeo de gatos sin que me pidieran aceptar 12.000 términos y condiciones. Una tortura.

Pero lo peor vino cuando quise desenmascarar a mi vecino.

Se me ocurrió la brillante idea de poner una trampa: dejé el portátil encendido frente a la ventana, con una web de tangas masculinos abiertos a toda pantalla (una categoría que, honestamente, me sorprendió que existiera).

Y me fui a pasear al perro.

A la vuelta… lo vi. El reflejo en su ventana. Su sombra. Su cara de “uy, esto no me lo esperaba”. Pillado.

Una cámara de vigilancia wifi (y un poco de cordura)

Fue en ese momento cuando decidí comprar una cámara de vigilancia wifi. Ya no era solo por el algoritmo. Ahora tenía un viejo mirón como antagonista.

Instalarla fue como montar una trinchera digital. Y créeme: no hay nada que atrape más la mente que ver las cosas desde otra perspectiva. Ahora tenía pruebas. Datos. Movimiento. La verdad grabada en HD.

¿El primer vídeo que capté?

Mi vecino, a las tres de la mañana, en bata y pantuflas, apuntando unos prismáticos hacia mi ventana con una taza de tila en la mano. Ni Agatha Christie se lo habría imaginado.

El careo

Le confronté. Bueno… más bien le puse el vídeo desde mi móvil con una ceja levantada.

—¿Y esto, Paco?

Él se quedó callado un momento. Y luego, sin perder la compostura, dijo:

—Estaba comprobando si el ángulo de la luna afectaba a tu wifi. Por tu seguridad.

Genio.

La ironía final

Desde entonces, los anuncios cambiaron. Ahora me salen cosas tipo:

“Cómo proteger tu intimidad en casa”,

“Cámaras de vigilancia sin cables”,

y mi favorito:

“Detecta intrusos con inteligencia artificial”.

Parece que el algoritmo, después de todo, solo necesitaba verme en acción. Y la cámara vigilancia wifi fue la única que me devolvió el control.

¿Y tú? ¿También estás en guerra?

Esta no es solo una historia absurda (aunque lo es). Es una de esas historias urbanas virales que empiezan con una sospecha tonta y acaban con un jubilado espiando desde el segundo piso.

Pero, si algo he aprendido, es que vivimos atrapados en una realidad cada vez más interactiva, vigilada e irónica. Y que la única forma de no perder la cabeza… es reírte un poco de ello. O grabarlo.

Así que si tú también sientes que te espían, que el algoritmo se ha vuelto demasiado listo, o que tu vecino es primo de Sherlock Holmes, quizás ha llegado el momento de tomar cartas en el asunto.

Yo solo te digo una cosa:

La cámara de vigilancia wifi no solucionará tu vida.

Pero puede devolverte la paz mental. Y grabar cosas que luego se convierten en relatos cortos de la vida real inesperados.

Y si además puedes atrapar al algoritmo y al jubilado…

Pues mejor, ¿no?

¿También sientes que alguien te observa más de la cuenta?

Tal vez no sea paranoia. Tal vez solo necesites verlo con tus propios ojos.

 


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