«Ella solo iba de viaje, hasta que los recuerdos la hicieron detenerse en el pasado. ¿Y si el amor nunca desaparece del todo?»
La mujer del tren
El tren avanza con su traqueteo monótono, devorando kilómetros de vía. Afuera, el paisaje cambia entre ciudades y campos desnudos por el invierno. Adentro, la vida sigue su propio ritmo: conversaciones entrecortadas, el murmullo de los altavoces, el silbido de la calefacción.
Ella está sentada junto a la ventana. Una mujer de cierta edad, de esas que podrían pasar desapercibidas si no fuera por la intensidad de su mirada, perdida en algún punto entre la nada y el todo. Su pelo teñido revela el rastro de las canas en las raíces, como si la edad intentara abrirse paso sin permiso. Su chaqueta marrón acolchada parece parte de su cuerpo, un escudo contra el frío o tal vez contra el mundo.
Enfrente, una pareja joven. No destacan por nada en particular: él de barba incipiente, ella con una bufanda gruesa y manos inquietas. No son extraordinarios, salvo por la manera en que se miran. Sonríen con complicidad, susurran palabras que se pierden entre el ruido del tren.
La anciana los observa. Al principio, sin intención, luego con una mezcla de fascinación y melancolía. Algo en ellos le resulta familiar. Un destello en la mirada, un gesto de la mano al apartarle un mechón de cabello, la risa contenida. Y entonces, sin darse cuenta, el presente empieza a disolverse.
El eco de un recuerdo
Los recuerdos llegan en ráfagas, como estaciones fugaces en su mente.
Hace muchos años, ella también viajó en un tren como este. También llevaba un abrigo grueso. También miraba a alguien con la certeza de que el mundo entero cabía en una sonrisa.
Se llamaba Franz. Un joven alemán de risa fácil y acento marcado. Se conocieron en un viaje parecido, cuando ella era joven y la vida tenía prisa. Todo comenzó con un libro. Él leía en voz baja, y ella, incapaz de contener su curiosidad, se inclinó un poco para escuchar.
—¿Te gusta Dickens? —le preguntó él sin apartar la vista de la página.
Y así empezó todo.
El tren los llevó a conversaciones que se extendieron más allá de las estaciones. A compartir auriculares para escuchar historias en audiolibros que él llevaba en su walkman. A leer juntos en la cafetería de la estación cuando perdieron una conexión.
El amor llegó sin avisar, como un cambio de vía repentino.
Pero el tiempo y la distancia juegan sus propias cartas. Ella tenía que regresar. Él debía quedarse. No había promesas imposibles, solo un adiós en el andén, acompañado por un “hasta siempre” que nunca se cumplió.
La historia que se repite
El tren sacude levemente a la anciana y la devuelve al presente.
Los jóvenes frente a ella siguen allí, perdidos en su propio universo. Ella los observa como quien mira a través de un espejo antiguo. Él le aparta el cabello de la cara, como lo hacía Franz. Ella sonríe con la ternura de quien aún no conoce el peso del tiempo.
Por un momento, la anciana siente la necesidad de decirles algo. Advertirles. Decirles que aprovechen cada instante. Que el amor no siempre espera. Que las estaciones no siempre tienen regreso.
Pero se contiene.
Solo les sigue observando, memorizando cada gesto, como si al hacerlo pudiera recuperar algo de lo que perdió.
El joven saca su móvil y pone un audiolibro. La voz envolvente de un narrador se filtra por los auriculares. La chica apoya su cabeza en su hombro y cierra los ojos, escuchando.
La anciana sonríe para sí. Tal vez, en este mundo moderno donde todo parece efímero, aún hay cosas que permanecen. Como las historias. Como los sentimientos. Como el amor.
Un nombre en el destino
El tren está a punto de llegar a su destino: Alemania.
La anciana revisa su billete. Frankfurt. La misma ciudad en la que, hace tantos años, dejó un pedazo de su vida.
El tren reduce la velocidad. La pareja se prepara para bajar. Él guarda su móvil, ella se ajusta la bufanda. Antes de salir, el joven se inclina hacia la anciana y le sonríe.
—Le deseo un buen viaje.
Ella asiente, pero su mirada se queda fija en el billete que él deja caer sin querer sobre el asiento. El nombre impreso en la etiqueta de su mochila le corta el aliento.
El aire le falta por un momento. ¿Una coincidencia? ¿O la vida jugando con los recuerdos?
Cuando levanta la vista, él ya ha bajado. Ella se queda allí, con el billete en la mano, con el corazón latiendo rápido por primera vez en mucho tiempo.
Historias que nunca terminan
El tren se detiene por completo.
La anciana respira hondo y sonríe. La historia no siempre termina donde creemos. A veces, sigue resonando en otros, como un eco lejano. Como un audiolibro que alguien más escucha, sin saber que su historia es la nuestra.
Se levanta con lentitud, ajusta su chaqueta marrón y baja del tren.
Afuera, la ciudad la espera.
Y quién sabe… tal vez también alguien más.
El susurro del pasado
Las historias tienen el poder de transportarnos, de hacernos revivir emociones que creíamos olvidadas. Como los audiolibros, que nos sumergen en vidas, en recuerdos, en mundos donde todo es posible.
Si alguna vez te has perdido en un libro, si alguna vez has sentido que una voz puede traerte de vuelta a un momento especial, entonces entenderás lo que sintió ella.
Tal vez, hoy no tomaste un tren a Alemania. Pero sí puedes viajar en el tiempo, en la memoria, en las emociones. Solo necesitas una historia.
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