El que espera se desespera

El tiempo se detiene cuando esperas…

 

 

Aquí estoy esperando a que venga…

Las agujas no avanzan. O al menos, eso parece. El segundero titubea como si dudara en seguir su camino, mientras la espera me envuelve en su abrazo inquietante.

¿Vendrá? ¿No vendrá?

El viento de la tarde sacude los árboles, pero yo sigo aquí, inmóvil. Mis dedos acarician el cristal del reloj con una ansiedad contenida. No puedo evitar mirar la hora cada pocos segundos. Cada minuto pesa como si arrastrara el mundo entero.

No soporto esperar.

La cita era a las seis en punto. El reloj marca las seis y dos. Dos minutos de incertidumbre, dos minutos en los que el mundo se ha ralentizado, donde cada segundo parece desafiarme.

Porque, cuando esperas, el tiempo no avanza. O eso crees.

 

El juego de la espera

No sé si alguna vez has esperado a alguien con el pecho apretado, los pensamientos corriendo en círculos. Pero esperar cambia la percepción del tiempo. Lo estira, lo deforma. Hace que un minuto parezca una eternidad y una eternidad parezca insufrible.

Es curioso. Cuando el tiempo nos apremia, queremos frenarlo. Pero cuando esperamos, rogamos que pase más rápido.

Y yo, ahora mismo, quiero que vuele.

—Seis y cinco… —susurro.

Los segundos siguen su marcha indiferente, impasibles a mi desesperación. Miro mi muñeca, observo cada detalle del reloj. El brillo del acero, el reflejo del cristal, la precisión de sus manecillas. Un objeto tan pequeño y, sin embargo, capaz de medir la inmensidad del tiempo.

Cada tic, un latido.

Cada tac, una punzada en la paciencia.

 

Un reloj no miente

Las excusas siempre llegan tarde. Pero el tiempo, nunca.

El reloj no engaña. No tiene prisa ni se retrasa. No espera a nadie. Y aun así, aquí estoy, con la absurda esperanza de que las agujas se equivoquen y marquen otra hora, una que me tranquilice.

Pero no. Seis y ocho.

Y sigo solo.

¿Me han dejado plantado?

La duda se instala en mi mente. Juguetea con mis emociones, me susurra preguntas incómodas.

Tal vez olvidó la cita.

Tal vez cambió de opinión.

Tal vez… el problema soy yo.

Respiro hondo. No. No puede ser. No esta vez.

 

El tiempo en nuestras manos

El viento arrecia. La calle se llena de sombras. La vida sigue, aunque mi espera parezca detenerlo todo.

Sigo mirando el reloj. Es curioso cómo un objeto tan simple puede ser un refugio. Un punto fijo en medio de la incertidumbre. Un recordatorio de que, pase lo que pase, el tiempo avanza.

Me aferro a ese pensamiento. Porque, al final del día, solo tenemos dos cosas: nuestro tiempo y cómo decidimos usarlo.

Y entonces, la veo.

Llega corriendo, con la respiración entrecortada, las mejillas sonrojadas.

—¡Lo siento! ¡Mi reloj se detuvo!

Sonrío. No digo nada. Solo muevo la muñeca y le muestro la hora.

Seis y quince.

—Tranquila —respondo—. Llegaste justo a tiempo.

Y, por primera vez en toda la tarde, dejo de mirar el reloj.

Porque hay momentos que no necesitan medirse. Solo vivirse.

 

El tiempo no espera… ¿y tú?

Un reloj no es solo un objeto. Es la brújula de nuestros días. Nos recuerda que cada segundo cuenta, que cada instante es un tesoro.

No dejes que el tiempo te gane la carrera.

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