Mi vida es un desastre tras otro. Soy un imán para la mala suerte. Todo me sale mal.
Cuando todo sale mal…
Si algo puede salir mal, saldrá mal. No sé cuántas veces he leído esa frase, pero lo que sí sé es que la ley de Murphy me persigue como si le debiera dinero.
Y no exagero. Mira, lo que voy a contarte me pasó hace apenas unos días y todavía me río (o lloro) al recordarlo. Porque, amigo, esto no fue una simple mañana de rutina. Esto fue una tragicomedia con todas las letras. Y empieza, como muchas historias que terminan mal, con un: «no pasa nada, tengo tiempo de sobra».
Spoiler: no lo tenía.
El primer error fue confiarme
Ese día me desperté con el despertador. Y eso ya era raro. Normalmente me despierto antes de que suene gracias a los gritos de los niños del vecino o al camión de la basura que pasa como si estuviera compitiendo en la Fórmula 1.
Pero esa mañana, silencio total. Paz. El típico silencio que precede al caos.
Me levanto con calma, desayuno tranquilamente, me ducho mientras canto (mal) y hasta me da tiempo de mirar el móvil sin sentirme culpable. Todo fluía. Tanto que pensé: «Voy a salir con cinco minutos de margen, por si acaso.»
Ja. Ja. Ja.
Pierdo el autobús justo cuando llego a la parada
Salgo de casa, con mi café en mano, mis auriculares y esa sensación absurda de “hoy todo va bien”. Y entonces pasa:
Doblo la esquina y lo veo.
El autobús.
Ahí. Esperando. Como un ángel mecánico enviado para transportarme a mi destino.
Aprieto el paso. Luego corro. Luego corro más. Ya no es correr, es desesperación en zapatillas.
Llego justo cuando el autobús cierra las puertas y arranca.
Le golpeo con la palma. Le miro al conductor. Él me mira. Y acelera como si le hubiera insultado a su madre.
Amigo, pierdo el autobús justo cuando llego a la parada y juro que escuché una risa lejana. No del conductor. No de los pasajeros.
De Murphy.
La ley de Murphy me persigue
Como si no fuera suficiente perder el autobús, ese era el autobús puntual. El que no se retrasa jamás. El que no vuelve a pasar hasta dentro de 25 minutos. El que me deja en la puerta del trabajo.
Y claro, al perderlo, empieza el efecto dominó:
- Llamo a pedir un taxi. Está ocupado.
- La app de bicis no funciona.
- Pienso en caminar, pero justo en ese momento, empieza a llover. No una lluvia romántica. No. Lluvia de apocalipsis bíblico.
Empapado, cabreado y con el café ya frío, empiezo a pensar: “Esto ya es personal, Murphy.”
El apogeo del desastre (sí, aún hay más)
Cuando por fin llego a la oficina (45 minutos tarde), descubro que el cliente con el que tenía una videollamada se ha adelantado, y ahora tengo que improvisar sin preparación, con el pelo como un caniche mojado y sin café.
Spoiler otra vez: la reunión fue un poema. Un poema malo. En prosa. En klingon.
Ese día fue una escalera al infierno en pantuflas. Pero como en toda buena historia, aquí viene el giro…
Una chispa en medio del caos
Llego a casa derrotado. Me dejo caer en el sofá. Me cambio de ropa. Y decido premiarme por sobrevivir.
Y entonces recuerdo un regalo que me hicieron hace un tiempo. Algo que estaba acumulando polvo en la cocina. Algo que juré usar “cuando tuviera tiempo”. Y, vaya, ese día me sobraba tiempo y me faltaba dignidad.
Así que saco mi máquina para hacer cócteles.
Sí. Una máquina que te prepara cócteles en casa con solo apretar un botón. ¿Se puede ser más feliz y miserable al mismo tiempo? Lo dudo.
Programo un mojito. Me siento. Lo bebo. Me relajo.
Y me río. Porque a veces, cuando todo sale mal, un buen cóctel lo cambia todo.
Lo que aprendí (además de no confiarme)
La vida es así. A veces te levantas creyendo que eres el protagonista de una película de éxito… y resulta que eres el extra que se cae en el fondo de la escena.
Pero también aprendí esto:
- Si algo puede salir mal, saldrá mal.
- Pero si tienes una máquina para hacer cócteles en casa, igual no te importa tanto.
- Y sobre todo, nunca salgas con solo cinco minutos de margen. Nunca.
Consideración final (con hielo y limón)
No te voy a decir que una máquina de cócteles va a resolver tus problemas. Pero sí mejora la forma en que los digieres.
Porque al final, la diferencia entre una anécdota horrible y una historia divertida es cómo la recuerdas… y con qué la acompañas.
Así que si tú también sientes que la ley de Murphy te persigue, haz como yo: ríete, sobrevive… y prepara un buen cóctel en casa.
¿Te ha pasado algo así?
Cuéntamelo. Me encantará leerte. Y si crees que necesitas una máquina de cócteles en tu vida para sobrellevar los días murphyescos, te dejo por aquí la que yo uso. No es magia… pero casi:
¿Tú también has perdido el autobús en el peor momento?
Déjame un comentario contándome tu historia. Si sobreviviste, te ganaste un cóctel.