Estaba listo para gritarle al mundo desde el coche… hasta que un ciclista me sonrió y desató una cadena absurda de pensamientos que terminaron en una alfombra (sí, una alfombra).
El día que un ciclista me desarmó
Reflexiones diarias cómicas en medio del tráfico urbano. Todo empezó con una bocina. No una sinfonía, claro.
Una bocina de esas que gritan “¡APARTA!”, como si con eso se arreglara el tráfico de las 8:12 AM.
Y ahí estaba yo. Parado. En mi coche. Sudando en partes del cuerpo que desconocía tener.
Entonces pasó.
Me miró.
Ese maldito ciclista.
Y sonrió.
¿Qué clase de psicópata sonríe en el tráfico?
Tenía casco, mochila y cara de que acababa de tomar tres litros de café y le habían dado un ascenso espiritual.
Yo, mientras tanto, masticaba aire acondicionado reciclado y maldecía hasta a Newton por inventar la gravedad.
—“¿Qué le pasa?”— pensé.
Aunque en realidad usé palabras más floridas.
Pero no me contestó. Solo se alejó en dos ruedas, dejando atrás un ligero olor a eucalipto y superación personal.
¿Era eso… incienso?
¿Se perfuman los ciclistas?
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Una sonrisa que desató el caos
Ese gesto… me descolocó.
Empecé a pensar cosas.
¿Y si no era felicidad? ¿Sera sarcasmo? ¿Sabrá ese ciclista algo que yo no sabía?
Porque, seamos honestos:
¿Quién sonríe en esta ciudad sin estar bajo sustancias o haber alcanzado la iluminación?
Y ahí, amigos, nació el loop de la neurosis.
Cada curva, cada semáforo, cada conductor que no usaba el intermitente, era una pista.
¿Qué sabía ese hombre?
¿Era parte de una secta ciclista zen?
La conspiración del pedal
Empecé a verlos por todas partes.
Ciclistas. Felices. Ligeros. Flotando.
Mientras yo me peleaba con la postura, la ciática y el podcast que se cortaba porque ¡gracias, Movistar!.
En ese momento decidí algo radical:
Iba a bajar del coche.
Caminaría más.
Descubriría donde esta mi sonrisa.
Spoiler: No lo hice.
Me fui directo a la oficina. Pero no sin antes tener una revelación. Y no fue mística.
Fue lumbar.
La traición silenciosa del cuerpo
Mi columna gritaba por auxilio en arameo.
Mis pies hacían ruidos que solo hacen los muebles viejos en películas de terror.
Y fue entonces, justo entonces, cuando lo entendí:
No era el ciclista.
Era mi alfombra.
O mejor dicho: la falta de ella.
¿Sabes lo que es pasar 8 horas frente al escritorio sin moverte, con los pies planos pegados al suelo como una declaración de derrota física?
Es la versión ergonómica del purgatorio.
Y ahí, amigos míos, entra el único héroe real de esta historia…
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La alfombra que salvó mi cordura (y mi ciática)
Yo también fruncí el ceño.
“¿Una alfombra?”, me dije.
Pero no cualquier alfombra.
Una alfombra anti-fatiga para escritorio.
La probé porque vi una reseña que decía:
“Siento que mis pies están abrazados por nubes con diplomado en fisioterapia.”
Tenía que saber si era real.
Y vaya que lo era.
Desde que la uso, ya no siento que mis piernas pertenecen a otro siglo.
Trabajo más, me quejo menos y hasta me dan ganas de sonreírle a desconocidos.
Bueno, no tanto. Pero casi.
Lecciones que deja un ciclista zen y una alfombra anti-fatiga
- A veces el universo te habla… desde una bicicleta.
- No subestimes una sonrisa en medio del caos.
- Y sobre todo… nunca ignores las señales de tu cuerpo (ni los gritos de tu lumbar).
Así que si pasas horas frente al escritorio, en modo estatua y con alma de cactus…
hazle un favor a tu esqueleto y échale un vistazo a esta maravilla:
¿Y si todo empieza con una sonrisa?
No digo que una alfombra te vaya a convertir en un gurú del pedal…
Pero tal vez, solo tal vez, te haga un poquito más amable con tu columna.
Y quién sabe…
Puede que incluso tú sonrías en medio del tráfico.