El tiempo se detiene cuando dibujo. Un lápiz, un maletín y un mundo paralelo. El dibujo es una vía de escape a un mundo paralelo donde el tiempo deja de existir y las reglas se desvanecen. Es una grieta en la realidad donde el tiempo y las reglas desaparecen.
Dibujar abre un mundo sin límites
Dibujar no es solo un pasatiempo. Es una grieta en la realidad. Un portal donde el tiempo pierde su peso y las reglas del mundo dejan de importar.
Lo descubrí una tarde cualquiera, con un cuaderno viejo y un lápiz mordisqueado. El primer trazo fue torpe, el segundo un poco mejor, y cuando me di cuenta, la luz del día se había ido.
Desde entonces, cada vez que dibujo—ya sea en una plaza, en el metro o en la mesa de una cafetería—el mundo desaparece. Como si mi lápiz fuera un hechizo. Como si la única realidad posible fuera la que mis manos crean.
Pero claro, la vida real no es tan comprensiva con la magia.
La realidad interrumpe
Dibujar es mi refugio, pero el mundo insiste en meterse en el medio.
—¡Señorita, por favor, la mesa no es un lienzo! —me grita la dueña del café mientras intento capturar la forma perfecta de una gota de lluvia en mi servilleta.
—¿Otra vez soñando despierta? —dice mi jefa cuando me descubre con más bocetos que informes en el escritorio.
Hasta mi abuela me ve con lástima:
—¿No te gustaría un trabajo de verdad?
Y no la culpo. La sociedad tiene esa manía de medir el éxito con números y estabilidad, no con trazos y colores.
Lo entendí la vez que intenté llevar mis dibujos al siguiente nivel. Me inscribí en un concurso de ilustración con un retrato del tipo que toca el saxofón en la esquina de mi calle.
Era mi mejor trabajo. La textura del papel parecía respirar. El grafito capturaba el alma del hombre en cada sombra.
No gané.
Ni siquiera fui finalista.
El jurado prefería “propuestas innovadoras y conceptuales”.
Yo solo quería dibujar lo que veía.
El maletín y el viaje sin retorno
Estaba a punto de rendirme cuando encontré el maletín.
Era una tarde de lluvia, y en una tienda olvidada en una esquina aún más olvidada, lo vi: cuero gastado, cierres dorados, un aura de historia.
Lo abrí con la emoción de una niña en Navidad.
Dentro, todo lo que un dibujante podía soñar: lápices, carboncillos, acuarelas, plumas, papeles de todas las texturas y gramajes.
No era solo un maletín. Era una invitación.
Y la acepté.
Desde ese día, salí a dibujar cada rincón de la ciudad. Parques, estaciones, rostros de desconocidos. Me sentaba en cualquier banco, sacaba mi maletín y el tiempo se evaporaba.
Una tarde, mientras bocetaba a un anciano leyendo el periódico, alguien se acercó.
—Disculpa, ¿vendes tus dibujos?
Era una mujer con una bufanda roja y ojos llenos de curiosidad.
—No… pero podría intentarlo.
Me compró el retrato del anciano por el equivalente a un almuerzo decente. No era mucho, pero era algo.
Y fue el comienzo de todo.
Dibujar sin pedir permiso
Con el maletín como mi único compañero, dejé de esperar la aprobación del mundo.
Abrí un perfil en redes y subí mis bocetos. Alguien me pidió un retrato. Luego otro. Un café me ofreció colgar mis dibujos en sus paredes.
Poco a poco, sin darme cuenta, dibujar pasó de ser un escape a ser mi vida.
No gané concursos prestigiosos ni llené galerías de arte. Pero cada trazo que hacía tenía un propósito. Y eso bastaba.
Si alguna vez sientes que el tiempo se detiene cuando dibujas, quizás sea una señal.
Quizás necesites un maletín como el mío.
Uno que no solo guarde lápices y pinceles, sino todas las posibilidades de un mundo que espera ser dibujado.
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